Toda la sangre Por Daniel Salas
La antología Toda la sangre (Matalamanga, 2006), preparada por mi amigo Gustavo Faverón, fue recientemente presentada en Lima. Copio el brillante texto que el sociólogo Félix Reátegui (también amigo mío y autor del epílogo de la selección) escribió para la presentación. (D.S.)
Deseo iniciar estos breves comentarios agradeciendo a Gustavo Faverón y a Ezio Neyra el haberme invitado a participar en esta publicación, cuando ella era todavía un proyecto editorial, mediante la redacción de algunas ideas que cerraran el libro. El involucrarme en ese encargo me permitió hacer, de inmediato, un descubrimiento interesante aunque seguramente muy trivial para quienes siguen con más disciplina la narrativa peruana actual; me refiero al dato evidente, pero enteramente desconocido, creo, por muchos de nosotros, sobre la abundancia y la variedad de escritura de ficción sobre la violencia y, tan significativo como eso, lo temprano que se empezó a escribir sobre la que se iniciaba en 1980 en nuestro país.
La existencia de una corriente tan nutrida de escritura sobre la violencia —de la cual tenemos ahora una buena muestra en este libro— provoca varias preguntas. La más previsible de ellas es si tiene algún sentido hablar de un proceso, o, incluso, de una tradición, o si no será más sensato ver en ella únicamente lo que en principio es: una colección de individualidades que solamente tienen en común el haber compartido una circunstancia histórica —los años de la subversión y la contrasubversión armadas— sobre la cual, de una manera u otra, terminarían por ocuparse, del mismo modo en que la escritura literaria en el Perú casi por lo general se ha ocupado de lo que usualmente se llaman los «problemas sociales».
Las distancias y los puntos de contacto entre procesos sociales y proyectos individuales son una cuestión permanentemente irresuelta y cuando ella se traslada al campo de la literatura se vuelve todavía más difícil de resolver. No me animaría, por ello, siquiera a intentar inferir de los cuentos reunidos en Toda la Sangre alguna hipótesis fuerte sobre los cauces que ha tomado o está tomando la representación literaria de la violencia en el Perú. A lo sumo arriesgaría la suposición más segura —y por eso más trivial, también— de que hoy por hoy dar razón literaria de la violencia en el país tiene que ver mayoritariamente con las diversas formas del realismo que con otras maneras de simbolización.
Sin embargo, independientemente de los proyectos literarios particulares y de las intenciones de los autores, es también evidente que la escritura de todos ellos termina por generar un resultado colectivo, y este es un corpus literario, un conjunto de símbolos e hipótesis, un lenguaje y un método de revelación que, en sus mejores momentos, se resiste a la moraleja; es éste un corpus que se incorpora o que debería ser incorporado de manera más decidida y consciente a la necesaria discusión sobre la violencia, sus orígenes y sus secuelas; sobre las responsabilidades individuales, institucionales e históricas en que se incurrió y, desde luego, sobre lo que es posible decir, pensar y hacer en el país a partir del reconocimiento de esa realidad que siempre estamos obligado a calificar de atroz.
Hemos tenido en los tiempos recientes una insinuación o una invitación a ese diálogo por medio del trabajo que hizo la Comisión de la Verdad y Reconciliación y que entregó en la manera de un informe final. Ha sido una invitación enérgica y, al mismo tiempo, como es hasta ahora evidente, muy poco efectiva. En términos muy generales, el diálogo no ha sido proseguido por quienes tienen los medios para que esa conversación se vuelva verdaderamente pública; por el contrario, en lo que concierne al qué hacer con la violencia, lo que tenemos es una partición entre quienes piensan que lo mejor es el olvido (y estos son, como sabemos, quienes controlan las tomas de decisiones en el país) y quienes están persuadidos de que solamente un ejercicio de memoria podría habilitarnos para hacer las cuentas con la violencia; esto es, enfrentarla para superarla en lugar de esconderla y seguir viviendo con ella indefinidamente.
Dejando de lado a los partidarios del olvido y de la impunidad, es razonable pensar que, incluso si prevaleciera la restitución de la memoria histórica, sería funesto que el diálogo sobre la violencia quedara clausurado. Después de todo, la demanda, la promoción y la práctica de la memoria también pueden devenir una profesión o un tópico y, como todo tópico, volverse demasiado coherentes, sistemáticas y por último autoritarias. Si la memoria industrial, si el abuso de la memoria, para recordar a Todorov, es también un riesgo permanente, entonces hay que reconocer que siempre serán necesario que se escuchen más voces, voces heterogéneas e incómodas, que, aun hablando en contra del olvido, nos prevengan de conformarnos con respuestas fáciles y que también nos hagan someter a examen permanente las razones para la memoria histórica. Creo que el papel de la literatura, en este proceso, tendría que ser el de incitarnos a dudar para recordar mejor, y que, por tanto, independientemente de la intención específica de cada autor en cada historia, una antología como la que ha elaborado Gustavo Faverón debería servir, entre otras cosas, como un acicate para la rememoración, sí, pero para una rememoración libre, siempre abierta a sentidos imprevistos, siempre insumisa, siempre dispuesta a poner bajo sospecha todo aquello de lo que creemos estar más seguros. Si la indispensable memoria de la violencia puede tener algún efecto en el futuro del país, ello no será en la forma de memoria armónica y monótona sino en la de memoria agónica y polémica, que es lo mismo que decir incluyente y abierta. Sus materiales, por tanto, no pueden reducirse a los de la educación cívica, ni siquiera los de la mejor intencionada. Tendrán que ser, también, los que aporte ese yo antagónico que décadas atrás Lionel Trilling señaló como el punto de mira que define a la literatura contemporánea.
Al comentar esto, y al considerar qué clase de diálogo cabe entablar con esta antología de cuentos, tengo en mente el singular papel que la narrativa de algunos autores sudafricanos como J.M. Coetzee —pero también, tal vez, como André Brink— ha venido cumpliendo en los últimos años en una Sudáfrica que, tras salir del apartheid, se refugió con una conciencia demasiado tranquila en una idea de reconciliación que ha resultado más dificultosa y ambigua, más conflictiva e insatisfactoria, de lo que se acepta corrientemente. Las ficciones ácidas y disolventes de Coetzee, novelas recientes que transpiran amargura frente a una promesa —la de la reconciliación, la de la salvación por la verdad— que se ha dado por cumplida sin hacer muchas preguntas, no son, de ninguna manera, un llamado a la amnesia. Pero sí ponen en acto un permanente llamado a la sospecha sobre procesos de memoria que han devenido retóricas de la memoria y sobre la absorción de ésta por un poder oficial que, como todo poder, sea autoritario o democrático, tiende siempre a la simplificación y a la autocomplacencia.
Una vez más, cabe distinguir aquí los proyectos individuales de los resultados generales para poder suponer que estos existen. Creo que esa separación un poco resignada es, de hecho, la operación a la que se ve obligado todo comentarista literario que quiera superar el ámbito de la reseña específica. No me parece que en la nómina de cuentos elegida por Gustavo Faverón predomine el cultivo de la ambigüedad sobre los hechos presentados o sobre las interpretaciones posibles. La narrativa de la violencia que aquí se recoge ha sido escrita en tiempos de violencia, y eso se nota muchas veces en una composición que lleva huellas de urgencia y en cierto deseo de dejar la historia bien grabada en negro sobre blanco. Tal vez falten todavía algunos años de distancia para que la violencia sea incorporada más ampliamente como lenguaje y como método tal como a su modo, se me ocurre, lo están haciendo Fernando Vallejo y Jorge Franco en Colombia. A cambio de eso, tenemos una literatura sumamente arrojada, que no teme medirse con la totalidad del proceso de violencia —enfrentamientos armados, destrucciones físicas y morales, miserias de la política oficial, pequeñas tragedias domésticas— en el curso de las pocas páginas de un cuento. Y también una literatura que puede ser leída ella misma, como este libro, tal como se escruta un campo de batalla, solamente que sus combatientes no llevan uniforme y su única arma es una imaginación que, para seguir siendo literaria, está siempre afincada en particular y concreto, en lo que tiene circunstancia específica, nombre y rostro.
Y por esto último podríamos ver en ella un complemento insustituible —una voz que no es un eco sino una crítica implícita o por lo menos una advertencia bienvenida— a la narrativa de la violencia que quiso proponer la Comisión de la Verdad y Reconciliación en su informe final. Este recoge, desde luego, miles de hechos y miles de voces. Pero, a la larga, su autoridad descansa sobre la posibilidad de hacer un puñado de enunciados generales sobre la tragedia: sí, fueron 70 mil muertos; sí, hubo crímenes de lesa humanidad; sí, las elites políticas traicionaron sistemáticamente a las víctimas y las siguen traicionando aun. La memoria que nos hace falta tiene que construirse sobre la base de esa autoridad de la ciencia, de la racionalidad ética y del pensamiento categorial, pero al mismo necesita estar siempre en guardia contra esa autoridad. La narrativa de la violencia —de la cual tenemos aquí, gracias a Gustavo y a Ezio un magnífico muestrario— tiene que ser nuestro mejor antídoto contra el olvido, que en nuestro país es una forma elegante de la necedad, pero también contra el recuerdo abstracto. Las voces de las víctimas y de los verdugos encierran todas ellas una fábula moral que precisamos reconocer y procesar; ella está, entre otros sitios, también, en la imaginación de los narradores recogidos en esta antología.
Deseo iniciar estos breves comentarios agradeciendo a Gustavo Faverón y a Ezio Neyra el haberme invitado a participar en esta publicación, cuando ella era todavía un proyecto editorial, mediante la redacción de algunas ideas que cerraran el libro. El involucrarme en ese encargo me permitió hacer, de inmediato, un descubrimiento interesante aunque seguramente muy trivial para quienes siguen con más disciplina la narrativa peruana actual; me refiero al dato evidente, pero enteramente desconocido, creo, por muchos de nosotros, sobre la abundancia y la variedad de escritura de ficción sobre la violencia y, tan significativo como eso, lo temprano que se empezó a escribir sobre la que se iniciaba en 1980 en nuestro país.
La existencia de una corriente tan nutrida de escritura sobre la violencia —de la cual tenemos ahora una buena muestra en este libro— provoca varias preguntas. La más previsible de ellas es si tiene algún sentido hablar de un proceso, o, incluso, de una tradición, o si no será más sensato ver en ella únicamente lo que en principio es: una colección de individualidades que solamente tienen en común el haber compartido una circunstancia histórica —los años de la subversión y la contrasubversión armadas— sobre la cual, de una manera u otra, terminarían por ocuparse, del mismo modo en que la escritura literaria en el Perú casi por lo general se ha ocupado de lo que usualmente se llaman los «problemas sociales».
Las distancias y los puntos de contacto entre procesos sociales y proyectos individuales son una cuestión permanentemente irresuelta y cuando ella se traslada al campo de la literatura se vuelve todavía más difícil de resolver. No me animaría, por ello, siquiera a intentar inferir de los cuentos reunidos en Toda la Sangre alguna hipótesis fuerte sobre los cauces que ha tomado o está tomando la representación literaria de la violencia en el Perú. A lo sumo arriesgaría la suposición más segura —y por eso más trivial, también— de que hoy por hoy dar razón literaria de la violencia en el país tiene que ver mayoritariamente con las diversas formas del realismo que con otras maneras de simbolización.
Sin embargo, independientemente de los proyectos literarios particulares y de las intenciones de los autores, es también evidente que la escritura de todos ellos termina por generar un resultado colectivo, y este es un corpus literario, un conjunto de símbolos e hipótesis, un lenguaje y un método de revelación que, en sus mejores momentos, se resiste a la moraleja; es éste un corpus que se incorpora o que debería ser incorporado de manera más decidida y consciente a la necesaria discusión sobre la violencia, sus orígenes y sus secuelas; sobre las responsabilidades individuales, institucionales e históricas en que se incurrió y, desde luego, sobre lo que es posible decir, pensar y hacer en el país a partir del reconocimiento de esa realidad que siempre estamos obligado a calificar de atroz.
Hemos tenido en los tiempos recientes una insinuación o una invitación a ese diálogo por medio del trabajo que hizo la Comisión de la Verdad y Reconciliación y que entregó en la manera de un informe final. Ha sido una invitación enérgica y, al mismo tiempo, como es hasta ahora evidente, muy poco efectiva. En términos muy generales, el diálogo no ha sido proseguido por quienes tienen los medios para que esa conversación se vuelva verdaderamente pública; por el contrario, en lo que concierne al qué hacer con la violencia, lo que tenemos es una partición entre quienes piensan que lo mejor es el olvido (y estos son, como sabemos, quienes controlan las tomas de decisiones en el país) y quienes están persuadidos de que solamente un ejercicio de memoria podría habilitarnos para hacer las cuentas con la violencia; esto es, enfrentarla para superarla en lugar de esconderla y seguir viviendo con ella indefinidamente.
Dejando de lado a los partidarios del olvido y de la impunidad, es razonable pensar que, incluso si prevaleciera la restitución de la memoria histórica, sería funesto que el diálogo sobre la violencia quedara clausurado. Después de todo, la demanda, la promoción y la práctica de la memoria también pueden devenir una profesión o un tópico y, como todo tópico, volverse demasiado coherentes, sistemáticas y por último autoritarias. Si la memoria industrial, si el abuso de la memoria, para recordar a Todorov, es también un riesgo permanente, entonces hay que reconocer que siempre serán necesario que se escuchen más voces, voces heterogéneas e incómodas, que, aun hablando en contra del olvido, nos prevengan de conformarnos con respuestas fáciles y que también nos hagan someter a examen permanente las razones para la memoria histórica. Creo que el papel de la literatura, en este proceso, tendría que ser el de incitarnos a dudar para recordar mejor, y que, por tanto, independientemente de la intención específica de cada autor en cada historia, una antología como la que ha elaborado Gustavo Faverón debería servir, entre otras cosas, como un acicate para la rememoración, sí, pero para una rememoración libre, siempre abierta a sentidos imprevistos, siempre insumisa, siempre dispuesta a poner bajo sospecha todo aquello de lo que creemos estar más seguros. Si la indispensable memoria de la violencia puede tener algún efecto en el futuro del país, ello no será en la forma de memoria armónica y monótona sino en la de memoria agónica y polémica, que es lo mismo que decir incluyente y abierta. Sus materiales, por tanto, no pueden reducirse a los de la educación cívica, ni siquiera los de la mejor intencionada. Tendrán que ser, también, los que aporte ese yo antagónico que décadas atrás Lionel Trilling señaló como el punto de mira que define a la literatura contemporánea.
Al comentar esto, y al considerar qué clase de diálogo cabe entablar con esta antología de cuentos, tengo en mente el singular papel que la narrativa de algunos autores sudafricanos como J.M. Coetzee —pero también, tal vez, como André Brink— ha venido cumpliendo en los últimos años en una Sudáfrica que, tras salir del apartheid, se refugió con una conciencia demasiado tranquila en una idea de reconciliación que ha resultado más dificultosa y ambigua, más conflictiva e insatisfactoria, de lo que se acepta corrientemente. Las ficciones ácidas y disolventes de Coetzee, novelas recientes que transpiran amargura frente a una promesa —la de la reconciliación, la de la salvación por la verdad— que se ha dado por cumplida sin hacer muchas preguntas, no son, de ninguna manera, un llamado a la amnesia. Pero sí ponen en acto un permanente llamado a la sospecha sobre procesos de memoria que han devenido retóricas de la memoria y sobre la absorción de ésta por un poder oficial que, como todo poder, sea autoritario o democrático, tiende siempre a la simplificación y a la autocomplacencia.
Una vez más, cabe distinguir aquí los proyectos individuales de los resultados generales para poder suponer que estos existen. Creo que esa separación un poco resignada es, de hecho, la operación a la que se ve obligado todo comentarista literario que quiera superar el ámbito de la reseña específica. No me parece que en la nómina de cuentos elegida por Gustavo Faverón predomine el cultivo de la ambigüedad sobre los hechos presentados o sobre las interpretaciones posibles. La narrativa de la violencia que aquí se recoge ha sido escrita en tiempos de violencia, y eso se nota muchas veces en una composición que lleva huellas de urgencia y en cierto deseo de dejar la historia bien grabada en negro sobre blanco. Tal vez falten todavía algunos años de distancia para que la violencia sea incorporada más ampliamente como lenguaje y como método tal como a su modo, se me ocurre, lo están haciendo Fernando Vallejo y Jorge Franco en Colombia. A cambio de eso, tenemos una literatura sumamente arrojada, que no teme medirse con la totalidad del proceso de violencia —enfrentamientos armados, destrucciones físicas y morales, miserias de la política oficial, pequeñas tragedias domésticas— en el curso de las pocas páginas de un cuento. Y también una literatura que puede ser leída ella misma, como este libro, tal como se escruta un campo de batalla, solamente que sus combatientes no llevan uniforme y su única arma es una imaginación que, para seguir siendo literaria, está siempre afincada en particular y concreto, en lo que tiene circunstancia específica, nombre y rostro.
Y por esto último podríamos ver en ella un complemento insustituible —una voz que no es un eco sino una crítica implícita o por lo menos una advertencia bienvenida— a la narrativa de la violencia que quiso proponer la Comisión de la Verdad y Reconciliación en su informe final. Este recoge, desde luego, miles de hechos y miles de voces. Pero, a la larga, su autoridad descansa sobre la posibilidad de hacer un puñado de enunciados generales sobre la tragedia: sí, fueron 70 mil muertos; sí, hubo crímenes de lesa humanidad; sí, las elites políticas traicionaron sistemáticamente a las víctimas y las siguen traicionando aun. La memoria que nos hace falta tiene que construirse sobre la base de esa autoridad de la ciencia, de la racionalidad ética y del pensamiento categorial, pero al mismo necesita estar siempre en guardia contra esa autoridad. La narrativa de la violencia —de la cual tenemos aquí, gracias a Gustavo y a Ezio un magnífico muestrario— tiene que ser nuestro mejor antídoto contra el olvido, que en nuestro país es una forma elegante de la necedad, pero también contra el recuerdo abstracto. Las voces de las víctimas y de los verdugos encierran todas ellas una fábula moral que precisamos reconocer y procesar; ella está, entre otros sitios, también, en la imaginación de los narradores recogidos en esta antología.
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