Fábula con dos burgueses Por Daniel Salas
Toda ideología viene con su mitología. “Sale con hueso” como dicen en los mercados. El problema es que la mitología fija tipos inamovibles y nos muestra el mundo de una manera en la que ya no vemos las diferencias.
En la mitología comunista, por ejemplo, todos los burgueses son malvados y todos los proletarios son buenos. En la mitología liberal, todos los burgueses son buenos y todos los proletarios son empresarios en potencia.
En la mitología comunista, el motor de la sociedad es la fatal enemistad entre las clases. En la mitología liberal, el motor de la sociedad son las acciones de los sujetos libres.
En la mitología comunista, las ideas dominantes son el resultado superestructural de conflictos infraestructurales. En la mitología liberal, las ideas dominantes son fruto del consenso (i.e. del mercado de ideas).
Por supuesto, no puedo concordar ni con una ni con otra. Yo, por ejemplo, me siento más cercano a la ideología liberal y siento una gran admiración por la burguesía, pero –no me cabe duda— no puedo admirar a toda la burguesía. La burguesía por la que siento aprecio es aquella que ha desnudado con mayor desparpajo sus intereses y con ello ha combatido –a veces de manera feroz, a veces de manera irónica o simplemente con desinterés– el oscurantismo, el irracionalismo, la jerarquía de la sangre; es esa burguesía que en la actualidad lucha contra las vertientes perversas del postmodernismo.
Estoy a punto de decir “soy burgués, a mucha honra” si no fuera porque “la honra” es un valor residual que heredamos de aristócratas preocupados porque su honra estuviera tan notoriamente en duda.
La burguesía que admiro y con la que me identifico es aquella que entendió a Maquiavelo, la que, en las comunas castellanas, se enfrentó a Carlos V, la que se abrió paso contra los “limpios de sangre”, la que escribió los derechos del ciudadano. Los burgueses con los que simpatizo son los que evitan hasta donde les sea posible el dolor y el sacrificio –para eso inventaron los anestésicos, los analgésicos, los paliativos para la gripe, los deportes de invierno, los edulcorantes no calóricos y los viajes de crucero— y que tampoco quieren causar dolor ni sacrificar a nadie por muchas razones, especialmente porque eso iría en contra de sus negocios.
La burguesía es la clase más revolucionaria de la historia. Más precisamente, es la única clase revolucionaria de la historia. No solo acabó con las estirpes de reyes contrahechos, sino que borró del planeta la viruela y (casi casi) la polio, convirtió en un principio elemental la igualdad de sexos y de razas y concibió la idea de que casi todo se podía vender, incluyendo la información.
Entonces el buen bugués hizo un gran negocio llevando periódicos a la gente que quería leer sobre política o deportes, que buscaba recetas y consejos de cocina, o bien que perseguía anuncios de empleo. El buen burgués sabía que la democracia y la libertad eran las condiciones óptimas para su empresa. Supo incluso sacar provecho de las crisis revelando los secretos públicos de los funcionarios venales, de los narcotraficantes avioneros y de las fábricas de partidos políticos. Así multiplicó sus ventas. Decir la verdad no solamente era una buena idea para hacer provechosa su empresa: era también una responsabilidad ética, dos principios que el buen burgués supo conjugar. Una de sus mejores decisiones fue contratar – sin saberlo – a un modesto corrector que ahora colabora en un blog pobre pero honrado.
Entonces no solo hizo una buena fortuna, sino que hasta logró que lo consideraran un héroe de la democracia, lo cual inspiró la envidia y la codicia de un presidente que estaba de paso.
Fue en ese momento que vino su pariente cercano, el mal burgués. Notoriamente diferente, inconvenientemente parecido, el mal burgués tomó las riendas del negocio y lo puso patas arriba. Ahora –decidió– ya no se trata de informar sino de servir a la gobernalidad, de proteger la estabilidad de la nación, de hacerle el pare a los que promueven paros y de no contrariar los negocios del señor presidente. Despidió a uno acusándolo de alopecia y a otro por miopía. Tal audacia le valió el aplauso de una corte de lambiscones.
El mal burgués es un pésimo negociante y, no me queda la menor duda, va a acometer la gran hazaña de hundir una empresa que costó años renovar.
En la mitología comunista, por ejemplo, todos los burgueses son malvados y todos los proletarios son buenos. En la mitología liberal, todos los burgueses son buenos y todos los proletarios son empresarios en potencia.
En la mitología comunista, el motor de la sociedad es la fatal enemistad entre las clases. En la mitología liberal, el motor de la sociedad son las acciones de los sujetos libres.
En la mitología comunista, las ideas dominantes son el resultado superestructural de conflictos infraestructurales. En la mitología liberal, las ideas dominantes son fruto del consenso (i.e. del mercado de ideas).
Por supuesto, no puedo concordar ni con una ni con otra. Yo, por ejemplo, me siento más cercano a la ideología liberal y siento una gran admiración por la burguesía, pero –no me cabe duda— no puedo admirar a toda la burguesía. La burguesía por la que siento aprecio es aquella que ha desnudado con mayor desparpajo sus intereses y con ello ha combatido –a veces de manera feroz, a veces de manera irónica o simplemente con desinterés– el oscurantismo, el irracionalismo, la jerarquía de la sangre; es esa burguesía que en la actualidad lucha contra las vertientes perversas del postmodernismo.
Estoy a punto de decir “soy burgués, a mucha honra” si no fuera porque “la honra” es un valor residual que heredamos de aristócratas preocupados porque su honra estuviera tan notoriamente en duda.
La burguesía que admiro y con la que me identifico es aquella que entendió a Maquiavelo, la que, en las comunas castellanas, se enfrentó a Carlos V, la que se abrió paso contra los “limpios de sangre”, la que escribió los derechos del ciudadano. Los burgueses con los que simpatizo son los que evitan hasta donde les sea posible el dolor y el sacrificio –para eso inventaron los anestésicos, los analgésicos, los paliativos para la gripe, los deportes de invierno, los edulcorantes no calóricos y los viajes de crucero— y que tampoco quieren causar dolor ni sacrificar a nadie por muchas razones, especialmente porque eso iría en contra de sus negocios.
La burguesía es la clase más revolucionaria de la historia. Más precisamente, es la única clase revolucionaria de la historia. No solo acabó con las estirpes de reyes contrahechos, sino que borró del planeta la viruela y (casi casi) la polio, convirtió en un principio elemental la igualdad de sexos y de razas y concibió la idea de que casi todo se podía vender, incluyendo la información.
Entonces el buen bugués hizo un gran negocio llevando periódicos a la gente que quería leer sobre política o deportes, que buscaba recetas y consejos de cocina, o bien que perseguía anuncios de empleo. El buen burgués sabía que la democracia y la libertad eran las condiciones óptimas para su empresa. Supo incluso sacar provecho de las crisis revelando los secretos públicos de los funcionarios venales, de los narcotraficantes avioneros y de las fábricas de partidos políticos. Así multiplicó sus ventas. Decir la verdad no solamente era una buena idea para hacer provechosa su empresa: era también una responsabilidad ética, dos principios que el buen burgués supo conjugar. Una de sus mejores decisiones fue contratar – sin saberlo – a un modesto corrector que ahora colabora en un blog pobre pero honrado.
Entonces no solo hizo una buena fortuna, sino que hasta logró que lo consideraran un héroe de la democracia, lo cual inspiró la envidia y la codicia de un presidente que estaba de paso.
Fue en ese momento que vino su pariente cercano, el mal burgués. Notoriamente diferente, inconvenientemente parecido, el mal burgués tomó las riendas del negocio y lo puso patas arriba. Ahora –decidió– ya no se trata de informar sino de servir a la gobernalidad, de proteger la estabilidad de la nación, de hacerle el pare a los que promueven paros y de no contrariar los negocios del señor presidente. Despidió a uno acusándolo de alopecia y a otro por miopía. Tal audacia le valió el aplauso de una corte de lambiscones.
El mal burgués es un pésimo negociante y, no me queda la menor duda, va a acometer la gran hazaña de hundir una empresa que costó años renovar.
Etiquetas: burguesía, César Hildebrandt, estupideces, mitología
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