'¿Qué nos pasa? ': "Crisis moral" y acción ciudadana Por Gonzalo Gamio
Cada vez que se interroga sobre una especie de diagnóstico sobre la situación del país, la expresión “crisis moral” aparece reiteradamente. Por supuesto, la interpretación de los sentidos y consecuencias de esta supuesta crisis varía sustancialmente. Es posible que los conservadores señalen que la crisis está motivada por la “ausencia de la doctrina correcta” (religiosa y/o política) como motor de la acción, o por la “falta de carácter o de convicciones” de las "élites". Es posible que los liberales den cuenta de este trance en términos de una crisis de institucionalidad o en términos de falta de libertades políticas. Que algo anda mal en nuestra sociedad es algo que nadie duda.
Hace unos días, a la salida de clase, un preocupado estudiante expresaba esta inquietud con claridad meridiana: tenemos un presidente de la República que finalmente se ha librado de la justicia acogiéndose a la prescripción de los delitos que eran materia de acusación; el ministro de Educación que satanizaba a quienes objetaban la propuesta del Tercio Superior, había sido expulsado de una universidad por desaprobar masivamente sus cursos; un cardenal que se expresaba de manera soez sobre el valor de los Derechos Humanos (o sobre la Coordinadora de Derechos Humanos, la otra variante de esta frase resulta igualmente poco feliz y nada cristiana); un empresario "moderno" propone públicamente desalojar a balazos a los trabajadores huelguistas que protestaban en el puerto; el ex presidente que prometió “honradez, tecnología y trabajo” ahora está siendo juzgado por institucionalizar la corrupción y ordenar – o encubrir – delitos de lesa humanidad. La pregunta ineludible es ¿Qué nos pasa?
Lo primero que le dije es que ¿Qué nos pasa? constituye una buena pregunta, una pregunta bien planteada, porque ella nos involucra como agentes políticos en las situaciones que el muchacho lamenta. ¿Qué pasa aquí? Es una pregunta impersonal, que podría formularse un espectador, que interroga acerca de lo que sucede en ‘el escenario’ (como cuando preguntamos en el teatro lo que mueve a Shylock a plantear las cláusulas de su trato con Antonio de una manera tan siniestra). Lo que sucede en la arena política o en el espacio público es nuestro asunto - tiene efectos sobre nuestra vida y la de los nuestros -, y debemos responder por ello. Evidentemente, la responsabilidad tiene niveles y grados, pero es evidente que la que le compete al ciudadano no es poca. Si las cosas están así es en parte porque nosotros lo permitimos, a pesar de que el sistema constitucional ofrece canales y posibilidades de vigilancia y fiscalización cívica. Si han logrado hacerse del gobierno autoridades políticas no son idóneas, es parcialmente porque las hemos elegido (evidentemente, para explicar este fenómeno tendríamos que agregar a lo dicho algunas consideraciones del orden de la injusticia estructural, soy consciente de la complejidad del asunto); si los ministros pretenden imponer medidas insensatas o los empresarios se sienten libres de sacar sus demonios interiores en declaraciones públicas es porque los ciudadanos no ponen coto – tanto discursivo como político – a tales excesos. Si los pastores emiten sin reparo alguno juicios que están reñidos con el espíritu de la Iglesia (y con el espíritu del Evangelio) es porque los creyentes no protestan ante ello invocando ese mismo espíritu. Proyectar sobre uno mismo los diferentes matices del problema contribuye a esclarecer en qué medida nuestro silencio es con frecuencia cómplice de la conducta autoritaria, de la incorporación de malas prácticas e incluso de la trasgresión de la ley.
Esta crisis no es nueva, probablemente sea tan antigua como nuestra vida republicana: describirla como una simple “crisis de crecimiento” revela solamente una completa estrechez de miras y una total ausencia de perspectiva histórica en el análisis. Dejémonos de caricaturas. Nuestras autoridades no van a cambiar de actitud sólo porque los aplaudimos o los abucheamos desde las gradas; nuestras instituciones no se harán más fuertes por el sólo hecho de que deseamos que así sea. El repliegue de los individuos fuera de los marcos de la civilidad hace posible que las autoridades (o nuestros compatriotas y vecinos, o incluso nosotros mismos) aderecen el trance social que afrontamos sin resistencias ni cuestionamientos. El caso de la crisis política es elocuente. Ella puede formularse en términos de un círculo vicioso: los ciudadanos comunes no intervenimos en la política porque consideramos que esta es sucia, pero la política permanece sucia precisamente porque los ciudadanos comunes no intervenimos en la política. Los partidos políticos – con todas sus deficiencias y limitaciones -, y las instituciones de la sociedad civil constituyen espacios para la acción común y la vigilancia del poder. Asumamos nuestro rol de actores, no finjamos ser meros espectadores frente a lo que acontece en los espacios públicos. Quizá debamos acostumbrarnos a visualizarnos a nosotros mismos como parte del problema, o como parte de la solución.
Hace unos días, a la salida de clase, un preocupado estudiante expresaba esta inquietud con claridad meridiana: tenemos un presidente de la República que finalmente se ha librado de la justicia acogiéndose a la prescripción de los delitos que eran materia de acusación; el ministro de Educación que satanizaba a quienes objetaban la propuesta del Tercio Superior, había sido expulsado de una universidad por desaprobar masivamente sus cursos; un cardenal que se expresaba de manera soez sobre el valor de los Derechos Humanos (o sobre la Coordinadora de Derechos Humanos, la otra variante de esta frase resulta igualmente poco feliz y nada cristiana); un empresario "moderno" propone públicamente desalojar a balazos a los trabajadores huelguistas que protestaban en el puerto; el ex presidente que prometió “honradez, tecnología y trabajo” ahora está siendo juzgado por institucionalizar la corrupción y ordenar – o encubrir – delitos de lesa humanidad. La pregunta ineludible es ¿Qué nos pasa?
Lo primero que le dije es que ¿Qué nos pasa? constituye una buena pregunta, una pregunta bien planteada, porque ella nos involucra como agentes políticos en las situaciones que el muchacho lamenta. ¿Qué pasa aquí? Es una pregunta impersonal, que podría formularse un espectador, que interroga acerca de lo que sucede en ‘el escenario’ (como cuando preguntamos en el teatro lo que mueve a Shylock a plantear las cláusulas de su trato con Antonio de una manera tan siniestra). Lo que sucede en la arena política o en el espacio público es nuestro asunto - tiene efectos sobre nuestra vida y la de los nuestros -, y debemos responder por ello. Evidentemente, la responsabilidad tiene niveles y grados, pero es evidente que la que le compete al ciudadano no es poca. Si las cosas están así es en parte porque nosotros lo permitimos, a pesar de que el sistema constitucional ofrece canales y posibilidades de vigilancia y fiscalización cívica. Si han logrado hacerse del gobierno autoridades políticas no son idóneas, es parcialmente porque las hemos elegido (evidentemente, para explicar este fenómeno tendríamos que agregar a lo dicho algunas consideraciones del orden de la injusticia estructural, soy consciente de la complejidad del asunto); si los ministros pretenden imponer medidas insensatas o los empresarios se sienten libres de sacar sus demonios interiores en declaraciones públicas es porque los ciudadanos no ponen coto – tanto discursivo como político – a tales excesos. Si los pastores emiten sin reparo alguno juicios que están reñidos con el espíritu de la Iglesia (y con el espíritu del Evangelio) es porque los creyentes no protestan ante ello invocando ese mismo espíritu. Proyectar sobre uno mismo los diferentes matices del problema contribuye a esclarecer en qué medida nuestro silencio es con frecuencia cómplice de la conducta autoritaria, de la incorporación de malas prácticas e incluso de la trasgresión de la ley.
Esta crisis no es nueva, probablemente sea tan antigua como nuestra vida republicana: describirla como una simple “crisis de crecimiento” revela solamente una completa estrechez de miras y una total ausencia de perspectiva histórica en el análisis. Dejémonos de caricaturas. Nuestras autoridades no van a cambiar de actitud sólo porque los aplaudimos o los abucheamos desde las gradas; nuestras instituciones no se harán más fuertes por el sólo hecho de que deseamos que así sea. El repliegue de los individuos fuera de los marcos de la civilidad hace posible que las autoridades (o nuestros compatriotas y vecinos, o incluso nosotros mismos) aderecen el trance social que afrontamos sin resistencias ni cuestionamientos. El caso de la crisis política es elocuente. Ella puede formularse en términos de un círculo vicioso: los ciudadanos comunes no intervenimos en la política porque consideramos que esta es sucia, pero la política permanece sucia precisamente porque los ciudadanos comunes no intervenimos en la política. Los partidos políticos – con todas sus deficiencias y limitaciones -, y las instituciones de la sociedad civil constituyen espacios para la acción común y la vigilancia del poder. Asumamos nuestro rol de actores, no finjamos ser meros espectadores frente a lo que acontece en los espacios públicos. Quizá debamos acostumbrarnos a visualizarnos a nosotros mismos como parte del problema, o como parte de la solución.
Etiquetas: acción política, Ciudadanía, Democracia, Derechos
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