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26 oct. 2007

La importancia de la memoria (carta abierta a Silvio Rendón) Por Daniel Salas

Estimado Silvio:

El post que ahora escribo no se reduce a una sacada de trapitos al sol. El asunto es mucho más importante, pues la historia se hace, finalmente, de pequeños detalles: son estos los que revelan las racionalidades y las estructuras de los sentimientos con los que actúan las personas. Para mí, la anécdota tergiversada de Mónica es un ejercicio de memoria que además delata una peculiar sensibilidad, así como una de las razones del fracaso de la izquierda en la PUCP y en el Perú. Déjame que te explique.

Mónica recuerda que yo abandoné el Centro Federado de Letras. Eso es sencillamente falso, porque yo estuve en algunas de las reuniones del comité electoral que presidía Edmundo Beteta. Fueron las elecciones en las que se iba elegir la nueva mesa, que al final terminó en manos de Tito del Piélago. Recuerdo perfectamente que el grupo socialcristiano de entonces no se pudo inscribir porque le faltaban cuatro firmas. Parecía un chiste, pero por primera vez en años un fiscal y su comité electoral (entre ello estaba la ahora arqueóloga Mónika Barrionuevo) se había tomado el trabajo de revisar cada una de las firmas de los padrones de apoyo. Cuando el comité determinó que faltaban cuatro firmas, sucedió una larga discusión con Alfredo Maturo, el personero socialcristiano y al final la candidatura no procedió. Edmundo y los miembros de su comité se ajustaron firmemente al reglamento. ¿Cómo puedo recordar todo esto? Porque estuve allí, porque estuve en el cargo hasta el final. Preguntarás: ¿acaso ello es importante ahora?

Estas son anécdotas que parecen irrelevantes ahora. Pero no las veo así porque nuestro presente también se construye con esas pequeñas anécdotas y, finalmente, el carácter de lo que hoy estamos haciendo se define en esas diminutas actitudes que tenemos frente a nuestros dilemas morales diarios: son los pequeños hechos los que revelan quiénes somos y cuál es nuestra peculiaridad moral. Arrojar la basura en los tachos, respetar nuestro lugar en la cola, saber expresar nuestra indignación o nuestra aprobación son acciones diminutas desde el punto de vista de la historia pero en ciertos puntos cruciales la definen y pueden salvar o cambiar más de una vida.

La demostración de que Mónica hoy está tergiversando o mintiendo también revela un aspecto importante que para mí implica además una frustración: me refiero al espíritu autoritario e intrigante de muchos miembros de la izquierda de la PUCP que la llevó a su debacle. Porque eso era lo que Mónica hacía contra mí: intrigar y desautorizarme. Y si bien puede haber sido una actitud “de juventud”, el orgullo con el que ahora cuenta lo que hizo es una prueba de que no ha cambiado, de que ella ve la historia de su vida como una perfecta continuidad. Yo he perpetrado muchas idioteces en mi vida, pero no las reivindico porque ahora me da vergüenza reconocer que alguna vez haya pensado o hecho tal o cual idiotez. Mónica, en cambio, se enorgullece de haber pretendido saltarse el reglamento. También pensaba que era poco importante la opinión de los representados y que los dirigentes debían hacer su trabajo por su cuenta, en un estilo conspirativo y excluyente. Como yo nunca compartí estas ideas, ella formó un grupo propio, esto sí es verdad: era su manera de ponerme a un lado. Y como nunca me invitó, yo no podía meterme. Una vez, incluso, me detuvo ella misma en la puerta para que yo no pudiera pasar a saludar a algunos amigos que estaban reunidos en un aula. Se reunían sin mí pero, ciertamente, dado que no era una reunión del CF, no estaban obligados a invitarme. El hecho de que ella haya querido ser la lideresa de un grupo radicalizado (finalmente, fracasó) no significa que yo haya renunciado o abandonado el cargo. Estuve en mi puesto hasta el final.

La precisión con la que cuento esto no tiene que ver, repito, con chismes o sacadas de trapitos al sol. La precisión es relevante porque al contrastar las versiones vemos a una persona intolerante y megalómana que, 23 años después, no se arrepiente de su intolerancia ni ha controlado su megalomanía. Así piensan los autoritarios y los que se creen los elegidos. Su egolatría es demasiado grande como para admitir la existencia de reglamentos, de leyes escritas y tácitas; para ellos la amistad y la colaboración no son valores y los demás existen como herramientas; por eso prefieren el poder de facto.

No puedes pedir que confiemos en una persona así. Hasta hace unos días, creía que Mónica había cambiado. Sinceramente, lo creí basado en el hecho simple de que otras personas (incluyéndome a mí) ya no éramos las mismas ni pensábamos igual. Pero son los comentarios que suscribe ahora los que me regresan a la misma persona que conocí 23 años atrás. Nada parece haber cambiado significativamente en la estructura de su pensamiento. La forma en que modela la memoria no hace sino confirmar cuáles son sus principios: ella es la heroína de la historia, ella es la redentora, ella es la que está por encima de los reglamentos, la que interpreta como le da la gana la voz de los representados y la que puede pasar incluso por encima de las normas de la amistad y de la confianza (y en esto consiste manipular, si bien los manipuladores normalmente se creen más fuertes de lo que en realidad son). Desafortunadamente, Silvio, esta es la manera en que buena parte de la izquierda de los 80 se configuraba. Ya Martín Tanaka explicó en uno de sus post el poco interés (e incluso el desprecio) de la izquierda de entonces por la institucionalidad. Pues bien, Mónica era una versión radicalizada de esa actitud y ha demostrado una vez más en los comentarios a tu post que esa sigue siendo la manera en que dirige y valora sus propias acciones.

No puedes decir ahora que estoy desviándome del tema. Por el contrario, creo haber demostrado que el punto que toco es central en esta discusión porque atañe a cambios de actitud y a nuestro compromiso con la institucionalidad y la ley. Esto no es, de ninguna manera, irrelevante en el presente. Por eso hoy tiene mucho sentido recurrir al pasado.

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