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15 feb. 2008

Los griegos y Nosotros. Reflexiones contemporáneas (y locales) sobre "La Orestiada" Por Gonzalo Gamio


Gonzalo Gamio Gehri


Leyendo ayer Perú 21 me encontré con la columna cultural de Alonso Alegría - Palmas y Palos -, en la que el artista y crítico peruano examina las obras teatrales que se exhiben en Lima. Señala que se estrena una nueva versión de la Orestiada, de Esquilo, puesta en escena por alumnos egresados de la Escuela de Teatro de la Universidad Católica. Se trata de una trilogía trágica conmovedora y poderosa, que nos mueve a la vez a la reflexión y a la compasión. No obstante, me llamó profundamente la atención el jucio categórico que el columnista hace sobre la posible recepción de la obra: “los siglos no pasan en vano y, ahora, el reto de cualquier montaje de estas obras es que sigan interesando esos seres humanos tan remotos que viven circunstancias tan ajenas”.

Esta vez me es inevitable discrepar con el agudo crítico. Estoy convencido de la absoluta actualidad del pensamiento ético implícito en la cultura clásica, en particular la tragedia. No en vano estas obras constituían un elemento fundamental de la pedagogía cívica del mundo griego. Los antiguos atenienses han destacado – como nadie antes ni después – el carácter desgarrador de los conflictos éticos, y su necesario examen a través del discernimiento práctico y la empatía. Nuestra vida sería más simple si en el mundo ordinario tuviésemos que elegir invariablemente entre el bien y el mal, pero no es así. Muchas veces tenemos que escoger entre cursos rivales de acción que percibimos rigurosamente como buenos y fecundos para la vida, de modo que las razones que sostienen el valor de la opción más poderosa no anula las razones que asistían al curso de acción alternativo. Aún eligiendo lúcidamente, lamentaremos no haber logrado contar con el bien perdido. De igual modo, afrontamos situaciones en las que no podemos eludir elegir entre cursos de acción que nos resultan dolorosas o desafortunadas, al punto de saber que no escaparemos del efecto negativo de sus consecuencias. Pensemos en el dilema de Antígona, o, sin ir muy lejos, al dilema trágico de la última segunda vuelta electoral, que nos invitaba a escoger entre Alan García y Ollanta Humala.

En fin, en esta clase de sabiduría vital los escritores griegos nos llevan la delantera, está claro. Pero estas reflexiones no tocan todavía la tesis de la nota de Alegría, según la cual la Orestiada constituye una obra inactual para nuestro mundo y nuestro país. Todo lo contrario. La distancia en el tiempo entre nosotros y Esquilo no constituye un obstáculo para que exista una conexión significativa entre los conflictos que nos ha tocado vivir y los que narra y examina el sabio dramaturgo. La trilogía se ocupa de los conflictos que experimenta Orestes, quien venga a su padre asesinado – Agamenón, el “rey de reyes” de la guerra de Troya – matando a su vez a su madre Clitemestra, que ha usurpado el trono de Argos en confabulación con su amante Egisto. Como consecuencia de su delito, Orestes es acosado por las erinias – las terribles diosas del castigo, servidoras de Dike, la justicia cósmica -. En su desesperación, el joven recurre a Atenea, diosa de la sabiduría, quien convoca a Orestes y a las erinias a Atenas, a comparecer ante un tribunal de sabios que evalúen cómo resolver el destino del príncipe argivo.

Lo que Atenea pretende es que este hecho de sangre – la muerte de Clitemestra -, que desde el punto de vista del ethos homérico se resolvía insertándose en la sanguinaria espiral de la venganza, se convierta en un litigio, un conflicto abordado desde el ejercicio de la deliberación pública. Ya no son los individuos involucrados en un asesinato los que toman la justicia por sus manos; es un ‘tercero’ – jueces y jurado – el que examina y emite un veredicto. La venganza se supera en la justicia pública. No es casualidad que Atenea haya elegido el Areópago como el lugar de edificación del tribunal. “Areópago” es literalmente “la colina de Ares”, un lugar donde se rendía culto al dios de la guerra cometiendo múltiples actos de violencia. Así, la diosa busca que el lugar dedicado a la violencia se convierta en el lugar en el que se cultive la racionalidad pública.

Puede perfectamente establecerse una analogía entre la trama de la última parte de la OrestiadaLas Euménides – y el proyecto planteado por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR)[1]. En efecto, la ideología fundamentalista de Sendero Luminoso asumía la violencia como la "clave dialéctica" para resolver los conflictos sociales que azotaban del país. Esa violencia delirante y funesta desangró el país, y generó una represión militar que en determinados períodos y lugares fue manifiestamente lesiva de los Derechos Humanos. La CVR plantea en el tomo sobre Reconciliación la construcción de ciudadanía y la reforma de nuestras instituciones políticas como una de las vías para la reconstrucción de nuestra sociedad, golpeada por el terror y la exclusión. Se trata de afrontar nuestros conflictos en el país diverso que habitamos desde la deliberación (y la política ciudadana), abandonando la tenebrosa tentación de la violencia.

Me parece que el tema de la Orestiada encuentra una inusitada vigencia en las circunstancias que vivimos como país. Las circunstancias de esos seres humanos argivos y atenienses no nos son "tan ajenas", al contrario. Debería resultarnos particularmente interesante lo que Esquilo cuenta y discute en esta extraordinaria obra, porque evoca situaciones que nos son dolorosamente familiares. Los cantos de sirena de la violencia lamentablemente no han desaparecido del todo, y la tarea de convertir nuestra sociedad en una genuina comunidad política todavía queda pendiente. Diríase que – a casi cinco años de la entrega del Informe Final de la CVR – estamos precariamente instalados en este dilema. Por ejemplo, hace tiempo se decidió erigir la Alameda de la Memoria en el Campo de Marte, para contar con un lugar simbólico en el que podamos recordar a las víctimas y meditar (y dialogar) sobre la tragedia que hemos vivido. Campo de Marte es la traducción de la Colina de Ares, Areópago. El puente entre Esquilo y el Informe Final se tiende sin problema alguno. Hace unos meses, unos vándalos – posiblemente fujimoristas iracundos ante el anuncio de la extradición del ex presidente – forzaron la entrada de la Alameda y dañaron gravemente El Ojo que Llora. Tiempo atrás, el alcalde de Jesús María – miembro de Unidad Nacional – había sugerido la demolición del memorial, contando con el aplauso de los sectores más oscuros de la prensa nacional (y de la "clase política"). Estos hechos prueban que la opción por la memoria crítica y la racionalidad pública no ha sido elegida por una parte del país; está claro asímismo que una facción de nuestros representantes en el Legislativo y en el Ejecutivo propicia y alienta esa posición. Que afrontamos ineludibles conflictos éticos y políticos dignos de figurar en la tragedia antigua, no cabe duda. De que nos comportamos como personajes esquilianos, tampoco.


[1] Me he ocupado del tema de La Orestiada - en vínculo con el trabajo de la CVR – en Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en: Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.

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