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17 nov. 2007

La última libertad Por Carlos Mejía

Hace unos días estaba esperando a alguien en la puerta de un cine. En Lince, específicamente en estos nuevos multicines de colores que aparecen junto a un supermercado y en el caso de Risso, frente a bares y discotecas que ya tenían tiempo por allí. La zona es muy concurrida. Mientras esperaba, encendí un cigarrillo. Una mirada despreocupada y luego me di cuenta. Tenia alrededor de cien personas, en un espacio abierto y público. La mayoría eran jóvenes. Muchos esperaban como yo a otras personas. Otros paseaban emparejados. Nadie fumaba.

Nadie fumaba. Es más, empecé a sentir que algunos miraban reprobatoriamente mi pálido cigarrillo. No me había dado cuenta cómo ha cambiado esta costumbre entre nosotros, probablemente porque trabajo en un ambiente de viejos fumadores empedernidos. Pero al parecer, ahora los jóvenes no fuman. Debe ser toda esa campaña sobre los peligros que comprende el fumar y el poder de las grandes tabacaleras. Esta bien, pero como dije, empezaban a mirarme mal. Cuando terminé mi primer cigarrillo, me armé de valor y encendí el segundo y el tercero (si, la persona que esperaba no tiene sentido de la puntualidad).

Entiendo que fumar hace daño, también conozco el nefasto papel de las corporaciones tabacaleras y como manipulan informes médicos y sublimizan mensajes en la publicidad. Pero a la vez, debemos admitir que hay un ambiente cada vez más intolerante con nosotros, la minoría pro tabaco.

En mi oficina compartida se puede fumar, pero en la de mi colega vecino, no. Seguir fumando en la mía fue una lucha sin cuartel. Es la última libertad, en un mundo cada vez más monocorde.

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